A lo largo de los años he aprendido que uno de los factores que más nos enferma, física y socialmente, es el enojo, sobre todo cuando no sabemos qué hacer con él. Lejos de entenderlo como algo “malo” o “destructivo”, el enojo surge como una manifestación legítima de desacuerdo que nos mueve adefender o proteger algo que consideramos valioso, importante o necesario. En estricto sentido, el enojo sería la socialización de un instinto de conservación: la agresividad. Pero mal entendido o mal canalizado, se transforma en violencia hacia nosotros mismos y hacia lo que nos rodea, se convierte en una fuerza que, en lugar de defender para conservar, daña para destruir.
La forma en que manejamos el enojo o la ira tiene su origen en los ejemplos que aprendimos en casa. En muchos casos, quienes tenían “derecho” a enojarse eran los adultos y, particularmente, los hombres. En las mujeres, expresar desacuerdo era reprobable porque culturalmente hablando, ellas siempre debieran ser agradables y sumisas. Investigadoras como Clarissa Pinkola Estés han mostrado que a lo largo de los siglos, el sistema de valores (religioso, económico, político y social) ha “entrenado” a la mujer para que desactive su capacidad defensiva y también la de sus hijas, haciéndolas más dóciles a los mandatos del machismo. Por otra parte, se ha incentivado a los hombres a usar la violencia como herramienta de dominación, y a evitar a toda costa mostrar ternura o vulnerabilidad.
Por fortuna, hay hombres y mujeres que desean desactivar esos mecanismos aprendidos (ya sea de sumisión o de dominación a través del autoritarismo) porque desean tener relaciones más congruentes, empáticas, equilibradas y constructivas. Hay muchos caminos para lograrlo, y todos comparten una característica: reconocer lo que realmente sentimos para poder expresar lo que necesitamos.
¿Es que realmente necesitamos recurrir al enojo? ¿Por qué debemos tolerar situaciones hasta que no tengamos otro remedio que explotar? ¿No será que ante la imposibilidad de nombrar una necesidad reaccionamos como nos enseñaron en casa?
De acuerdo con el psicólogo Aaron Karmin, existen algunas claves para descubrir qué habita detrás de la máscara del enojo. Por ejemplo, hay quienes tienen poca tolerancia a distintos puntos de vista; están tan aferrados a sus creencias que no pueden concebir que otras formas de pensar o de vivir seantan correctas o legítimas como la suya, de manera que reaccionan con violencia (el otro no merece existir o expresarse). Este tipo de persona probablemente creció en un medio (familia, escuela o comunidad) en donde el enojo se utilizaba no sólo para imponer la autoridad sino también para manipular la voluntad de los demás a través del sometimiento. De no hacer consciente esa educación, terminará por hacer lo mismo en otros ámbitos, como la pareja, la familia o el trabajo; alzar la voz y recurrir a la violencia (verbal, física, psicológica) demuestra que es incapaz de negociar porque aprendió en carne propia que dar lugar a las necesidades del otro era como “perder” la autoridad.
Vivir enojado con el mundo es una forma de enmascarar la propia vulnerabilidad. Si a uno no le enseñan a reconocer las emociones en las situaciones cotidianas, si aprendió que la única expresión que tiene el poder de modificar o controlar situaciones es el enojo, entonces éste se convierte en el principal motor de relacionamiento. Al cabo del tiempo, lo que ocurre es que los demás no manifiestan su respeto por lo que somos sino que se alejan porque nos temen.
Otra de las fuentes del enojo es la frustración. Imaginemos que los padres (entre ellos y con sus hijos) no construyen las condiciones para que el otro exprese sus necesidades o su personalidad. Imaginemos que no hay respeto por la singularidad y que los límites no se hacen respetar a través de la comprensión sino del autoritarismo. Lo que ocurre al cabo del tiempo es que esos hijos, cuando se vuelven adolescentes o adultos, tienen una pésima relación con cualquier figura de autoridad porque la miran como un elemento represor y no como un instrumento social de organización que permite expresarse con libertad pero sin dañar a los demás.
En el otro extremo están aquellos que no se permiten manifestar su enojo porque cuando lo hicieron, fueron duramente rechazados o silenciados. Contrariamente a lo que se piensa, el enojo no desaparece. Mientras la situación o la necesidad no sean atendidas, el enojo permanece y se acumula hasta convertirse en tristeza, rencor y enfermedad. La ruta para reconocer el enojo y aceptarlo es larga, pero es necesario recorrerla para no autodestruirse.
¿Por qué estoy enojado?
A veces no hay que ir hasta la infancia para desactivar el mecanismo del enojo y aprender a conectarnos con la agresividad constructivamente. Tal vez sólo es necesario ir resolviendo las situaciones cotidianas haciéndonos conscientes de ellas. Aquí hay un ejercicio para la próxima vez que el enojo quiera tomar el control:
Antes de reaccionar, tómate un minuto o dos a solas para reconocer el origen de tu enojo y actuar asertivamente. Mientras respiras profundamente, piensa: "Estoy enojado por...
- Una condición orgánica: estrés, cansancio, hambre, sed...
- Una situación que me recuerda a algo que viví en la infancia, seguramente cuando una de mis necesidades no fue atendida.
- Porque reconozco en los demás un rasgo que no tolero en mí mismo.
- Porque me siento frustrado y veo que esa situación se repite una y otra vez.
- Porque algo abrió una herida que pensaba superada.
- Porque necesito defender mi espacio, mi tiempo, mi derecho, mis afectos, mi singularidad o a alguien a quien amo.
- Porque hay situaciones que me superan y no sé qué lugar o qué acción debo tomar ante ellas.
En tu experiencia, ¿qué hay detrás del enojo, cómo haces para convertirlo en acciones constructivas?
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